Ignacia y Ceferino

Por: Federico León de la Vega

Las lluvias del verano pasado fueron muy intensas y ocasionaron derrumbes en la carretera de Puerto Vallarta a San Sebastián del Oeste. Para restaurar el tránsito se abrió una brecha sobre el antiguo camino de tierra, por la parte de abajo de la sierra. Hace unos días, pasando por esta brecha distinguí un antiguo rancho del que guardo muy gratos recuerdos.

Resulta que hace muchos años organicé una excursión para una docena de extranjeros. Al pasar por un bello paraje teníamos hambre, pues aún no habíamos desayunado. Viendo cercano a un ranchero le pregunté si nos podría dar algún almuerzo. Él, un hombre rústico en ropas de trabajo, sonriente respondió que sí. Nos condujo a su casa de adobe y nos instalamos a esperar la comida. Su hermana Ignacia sacó del maíz que tenía puesto para remojar, lo pasó por el molino, luego lo refinó en el metate, formó las bolitas de masa, hizo las tortillas con su prensa y las puso sobre el comal caliente. Sobre las brasas colocó un par de tomates y picó chile para hacer una salsa fresca. Puso también sobre la hornilla un cazo.

Mientras tanto, el hombre, que se llamaba Ceferino y sobrepasaba en tamaño a los turistas, tendió unas tablas con dos mesas a los extremos, haciendo espacio para sentarnos a todos. Mientras buscaba sillas, desde el corredor de la casona observábamos el espectáculo del tupido bosque de encinos, pinos y otros árboles muy altos. Filtrados entre las sombras, unos rayos de sol sobre el agua daban destellos dorados. Poco a poco nos inundó el silencio y pudimos escuchar el murmullo del agua pasando entre las piedras del río. Sentimos entonces una paz que nos llegó hasta el alma.

Sobre la mesa comenzó a aparecer todo lo necesario: platos de barro, cubiertos, sal de mar y un mantel rústico con flores. Nos sentamos y llegaron en seguida los frijoles de la olla, las tortillas bien calientes, el café y aquel cazo, que resultó ser de la mejor carne de venado. Los extranjeros no pudieron ocultar su sorpresa; estaban comiendo mejor que en su propia casa. Varios cerraron los ojos al disfrutar de la comida. Para terminar: un poco de raicilla. Llegó el momento de pedir la cuenta y el bueno de Ceferino no sabía qué decir. Le apenaba cobrarnos, pero todos los comensales insistieron en pagar lo que consideraron justo y esto sumó mucho más de lo que el anfitrión esperaba. Todos quedamos muy contentos.

Una de estas tardes, hace poco, pasando por la brecha, vi de nuevo el paraje del rancho. Me detuve para ver si seguían ahí mis amigos. Salió Ignacia y me invitó a pasar y esperar a Ceferino. Me ofreció una limonada que hizo de pronto con los limones del árbol cerca de su cocina. Al rato llegó Ceferino y me halagó con reconocerme: “usté es el pintor” me dijo, y nos pusimos a platicar, como si no hubiera pasado una década. Me dio un recorrido del rancho, relatando sus labores: la preparación de la siembra, el cuidado de las gallinas, la construcción de una cabaña.

Al ponerse el sol hice por despedirme, pero me interrumpió “Ignacia ya tiene listas las tortillas, quédese siquiera a un taco” y yo obedecí de buena gana. Había pasado el día limpiando a conciencia mi escondite del monte, cortando zacate y plantando un árbol; estaba rendido y hambriento. De nuevo me sorprendieron: ¡los tacos venían acompañados con birria de jabalí! Así que, mientras masticaba la deliciosa vianda, concluí que mis amigos, humildes campesinos de la sierra de Jalisco, viven una vida en realidad envidiable.

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