Lugares

En en La Jolla, California, hay unas rocas de caprichosa forma, con cuevas, justamente frente al viejo pero elegante Hotel La Valencia

Por: Federico León de la Vega

De mis viajes por México, gran parte de Norteamérica hasta Alaska y algunos países europeos, recuerdo siempre haber cargado con mi caballete para pintar o al menos para dibujar. Al principio usaba el clásico caballete francés, consistente en una cajita de madera de la que se desdoblan patas, como esos que aparecen en algunas pinturas impresionistas, como una que Sargent hizo de Monet, pintando en el campo.

Con el tiempo, aquel caballete me resultó aparatoso y sobretodo, se me convirtió en una reliquia que no deseaba ya maltratar, pues la compré en Montmartre hace ya décadas. Descubrí entonces los caballetes de aluminio, plegables y muy ligeros, que usé por mucho tiempo. Luego la experiencia me llevó a incorporar todo mi equipo, pinceles, pintura, lienzos, cuaderno, lápices, toallas, medios y todo lo necesario dentro de una vieja maletita con ruedas, a la que modificándole el asidero, convertí en raro pero práctico caballete que sabe viajar bien por todos lados, ya sea por avión, tren, barco o a pie.

Llevar el caballete de viaje me ha permitido absorber la esencia de tantos y tantos lugares, que ahora, cuando veo mis viejos dibujos, vuelvo en momentos a vivir las horas que pasé frente a cada paisaje, cada pintoresca calle, cada personaje digno de anotar, entre ellos algunas bellas mujeres. Con cada dibujo percibo no sólo las líneas y sombras, sino aún los aromas y los sonidos.

Hay por ejemplo en La Jolla, California, unas rocas de caprichosa forma, con cuevas, justamente frente al viejo pero elegante Hotel La Valencia. En días asoleados los leones marinos salen a asolearse sobre estas rocas; hay una muy conocida que tiene clara forma de corazón. De los Otarinos los hay grises, rubios con manchas y casi negros. Aún hoy el olorcillo no tan agradable de los leones marinos me llega a la nariz de pronto, junto con sus gruñidos.

Después de unos días de dibujar y luego pintar en este lugar, establecí un diálogo con cada uno de los elementos de la escena. Sin embargo, el diálogo más intenso fue el que sostuve con ésta forma rocosa que el mar baña en marea alta. Es que de verdad me costó trabajo comprender sus formas, sus luces, sus colores, que además de complicados varían según el ángulo con que reciben al sol al avanzar el día. 

Al principio me preguntaba a mí mismo por qué insistía yo en pintar precisamente esas rocas. Creo que buena parte de mi motivación venía del reto de pintar algo difícil, pero con el tiempo he descubierto que más allá del orgullo de artista en representar un objeto, ha habido siempre el deseo de mantener un recuerdo vívido de momentos exquisitos dedicados a admirar y sobretodo absorber la belleza.

He escuchado que “recordar es vivir”, y creo que ¡de verdad es cierto!  Recuerdo con exactitud lo que sentí al acariciar con cada trazo de mi pincel, las formas que mis ojos admiraban. De mi cuaderno de apuntes salen, página tras página, multitudes, y lo admirable es que ni la mejor de las fotografías produce en mí recuerdos tan profundos y completos en todo sentido.

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