Nubes en caída libre

Las nubes bajaron un poco más hasta llegar a mí y me envolvieron en su vaporoso manto. Me protegían.

Por: Cristina Gutiérrez Mar

cucus.cgm@gmail.com

Ayer subí al monte Sinaí, era de mañana.  El cielo estaba furioso, rojiza era su aura. Me acosté en la tierra  húmeda boca arriba. Copos de fuego aparecieron arriba de mí como estrellas fugaces. Un grito ahogado de grillos se escuchó desde el alma estelar. Los pájaros volaron despavoridos en dirección contraria y yo me quedé estática como Edith, mujer de Lot. Las nubes poco a poco bajaron. Se les notaban angustiadas y temerosas. A escasos once metros de donde yo me encontraba, se detuvieron sin previo aviso. Traté de incorporarme y brincar hacia ellas, pero seguía sin poder moverme. En ese momento, un temblor fuerte sacudió la tierra. Sentí que el monte Sinaí se abriría en dos. Fue tan orgásmico el escalofrío que mis huesos crujieron a la par del sismo. Todo caía a mí alrededor; los sicómoros, granados, almendros e incluso las nubes.

Las nubes bajaron un poco más hasta llegar a mí y me envolvieron en su vaporoso manto. Me protegían. Sentía mi cuerpo extasiado de complicidad y caricias. El suelo dejó de temblar por unos segundos y logré ponerme de pie. Las nubes melancólicas suplicaban por mi ayuda. El cielo furioso había desterrado a las nubes de su divinidad.

A lo lejos percibí más nubes que caían al paraíso terrenal. Estaban siendo fusiladas una por una, descarapelándose frente a mis ojos. Sentí miedo y angustia, estaba sola en la punta del monte Sinaí cubierta de nubes pálidas.  Blanca era mi visión, acaramelado el aroma; de repente la paz me sobrecogió y la tierra se tranquilizó.

Una luz intensa se asomó en el cielo cauterizando mis sentidos, mi corazón se aceleró; bajó un ángel de alas brillantes y cara preciosa. Se acercó a mí sin quitarme la vista con su mirada dulce. Me abrazó como nunca nadie lo había hecho jamás. Me estremecí, me envolvió en su cuerpo y, me susurró al oído que debía llevarme con él para que las nubes pudieran regresar a dónde pertenecían.

Suspiré, coloqué mi mirada hacia abajo y observé la frágil humanidad donde yo había vivido la mitad de mi vida. Acepté con una sonrisa la proposición del ángel y, volé al infinito abrazada entre sus delicados brazos, mientras las nubes pícaras subían poco a poco hasta su lugar de siempre.

Ahora estoy en otra dimensión difícil de explicar. La llaman cielo. No puedo pensar, no tengo cuerpo físico; lo único que recuerdo es que hubo una vez un día en el que el cielo desterró a las nubes por creerse Dioses y ahora, por alguna extraña razón, yo estoy aquí, sumergida en un hermoso misterio de amor.