De tacos y trufas en el camino, para aquellos que viajan sin prisa

Por: Héctor Pérez García

Si el viajero tiene suerte, encontrará al pasar la primera caseta de peaje, en la autopista Guadalajara-Tepic, a un pulcro viejecito parado sobre el camellón que divide la vía, del estacionamiento, con una hielera roja a sus pies y un letrero que se lee “tacos de canasta”.

Manos femeninas, igual de temblorosas que amorosas, levantan las delgadas y blancas obleas justo al punto que infladas reclaman con ello el abrigo del albo cotón

Si además es hora de satisfacer el apetito, es doblemente feliz el encuentro: habrá que estacionar el vehículo y sin mayores alharacas acercarse al caballero, que eso es, el viejo vendedor de tacos. La sorpresa, agradable en este caso, emana en reconocidos efluvios desde el momento de abrir su hielera, dentro de la cual, envueltos en albo cotón, han sido acomodadas múltiples bolsitas de plástico transparente, con cuatro bien alineados tacos en pleno proceso de exudar la magia de su repleto contenido.

Un exquisito proceso

Mientras se degusta el primero, ya sea éste de fríjol o carne con papas, es fácil imaginarse el proceso que ha llevado la manducatoria desde su primicial concepción hasta la transacción final del alimento:

Muy temprano, al alba, de seguro aún bajo el monótono golpear de las gotas de lluvia en las tejas del jacal, la mujer ha terminado de moler el nixtamal para; con ternura de madre o cariño de abuela, moldear los testales de masa y acostarlos sobre el ardiente comal de barro. Al lado, también sobre la lumbre de leña que la tarde anterior acarreó el marido, en sendas cazuelas  humeadas, ennegrecidas ya por el uso, desesperan, en una, el guiso de carne de res, con trocitos de papa y en la otra, frijoles refritos que han  pasado ya por la liturgia del día anterior: de olla, fritos aguaditos y ahora un tanto chinitos en manteca de cerdo, la culminación de su empeño.

Manos femeninas, igual de temblorosas que amorosas, levantan las delgadas y blancas obleas justo al punto que infladas reclaman con ello el abrigo del albo cotón. Así, una y otra vez se va llenando el tompeate para que cuando se apilen las suficientes, con ayuda de la cuchara de peltre se conviertan en sublimes tacos. Pero antes de recibir el relleno, las tortillas son pasadas con maestría por una cazuela con manteca. Justo el tiempo suficiente para dotarlas de la grasa de la que adolece el maíz y la necesaria para que mantengan su delicada forma y enclaustren el sabor del guiso.

De seguro que la mañana anterior la mujer visitó al carnicero del pueblo para recoger su diario encargo de carne “para guisar”, y comenzando por asar lo jitomates sobre el comal, para sazonar el guiso, las papas hervían para luego cortarlas finamente y agregarlas a la cazuela en el momento preciso.

Con ritmo y cadencia, el par de viejos se complementan para colocar de manera alternada dos tacos de fríjol y dos de carne, en cada bolsita; doblar ésta con cuidado y acomodarla al fondo y sobre las tandas que van llenando la limpia hielera.

Cuando al final el depósito ha sido llenado, solo falta asar los chiles cuaresmeños que han sido cortados a lo largo y salpicados con un poco de sal de grano. Estos se colocan en bolsa aparte, disponibles para acompañar el fugaz pero gustoso desayuno reservado a algunos desmañanados que emprenden el camino por esa ruta.

La naturaleza de un buen taco sudado es eso: comerlo sudando, no tiene que estar caliente ni frío

Una voz de advertencia en necesaria: los tacos “sudados” que expende nuestro personaje, únicamente tienen parecido con los muchos pretendidos que uno encuentra en calles y mercados. Éstos son delicados y mesurados; sus tortillas son blancas, suaves y delgadas. No ha mucho salieron del comal, tal vez unas horas antes. Los guisos son además de sabrosos, en la cantidad precisa; no deforman el taco. Son fáciles de comer, al primer bocado sigue el segundo de manera instintiva: tres mordiscos son suficientes para comerlo. La porción es matemática pura: ni mucho, ni poco. Pero lo suficiente para, sí acaso por pecadora gula, desear un bocado adicional. Para entonces ya se habrán recorrido bastantes kilómetros para intentar regresar, y los que se expenden en la próxima caseta de peaje; mejor evitarlos.

No está de más un consejo adicional: no se compren más de los que se vayan a consumir de inmediato. El desencanto al comerlos recalentados es deplorable. La naturaleza de un buen taco sudado es eso: comerlo sudando, no tiene que estar caliente ni frío. Si por cualquier motivo llegasen a enfriarse mejor disponer de ellos, no valen ya la pena.

PUNTO Y APARTE

Viajando por la Provenza, en la campiña francesa, hace algunos años, hicimos una parada en un pequeño hostal del camino. Ahí bajo unas altas parras, a media mañana, degustamos una omelet con trufas; sugerencia de la matrona del lugar. Los huevos, batidos y cocinados tiernos, salpicados con pequeñas lajas de trufa, nos dejaron un desusado deleite. Las trufas, pensamos, son cosas de manteles largos y mesas exquisitas. Pero, ésta es la campiña francesa.

El manjar, fabuloso por su rareza; su sabor, textura y aroma,  ubicado en el ambiente sencillo de un hostal campirano, me hizo reflexionar: ¿Por qué en este país se puede encontrar comida de calidad excepcional, casi en cualquier parte? La cultura culinaria y la abundancia de la tierra es la respuesta.

Toda proporción guardada, una omelet con trufas no tiene nada en común con unos tacos sudados, pero sí tiene que ver la actitud de quien degusta ambos manjares; el buen gusto, la capacidad de discernir lo bueno de lo mediocre o simplemente malo.

Si no preferimos al pulcro viejecito que vende nuestros tacos: de ajuar limpio, afeitado y sonriente, y nos da lo mismo adquirirlos en condiciones antihigiénicas; si no nos percatamos de la diferencia de un producto preparado con delicadeza, el viejo y su esposa cerraran su precario negocio.

El mejor manjar, entonces, requiere de un buen comensal; de alguien que discierna entre la calidad y la ausencia de ésta. De alguien que acepte que el paso adicional para producir un bocado en su justo equilibrio, vale un poco más.

No hemos vuelto por el camino de la omelet con trufas. Sí, en cambio hemos pasado muchas veces por el camino de los tacos sudados del viejo pulcro que erige su vendimia al lado del camino, no muy lejos de su pueblo: El Arenal.

Los buenos sabores permanecen en la mente; en aquella parte del cerebro que atesora los recuerdos culinarios, es por eso que aun cuando hayan pasado muchos años desde que comimos la famosa omelet en la campiña francesa, aún aparece el fino y picante aroma del hongo negro (es por el sentido del olfato que recordamos la comida). Estoy seguro que los tacos de nuestro personaje vendrán a flor de paladar al transitar por muchos caminos de México. Después de pasar cualquier  caseta de peaje, voltearé buscando al pulcro viejo con su hielera y su letrero: “Tacos de canasta”.

Este manjar es un ejemplo de lo difícil que es tratar de reproducir la comida mestiza mexicana. Al contrario de la omelet con trufas que podría reproducirse en muchas partes del mundo, unos buenos tacos “sudados”, sólo se pueden degustar en las fondas honestas de este país… o  pasando la primera caseta de la autopista Guadalajara- Tepic.

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