Sobre el pan dulce mexicano
De fogones y marmitas
“¡Es un pan!” Se dice coloquialmente en México cuando alguien se refiere a una persona buena. Esta expresión que probablemente viene desde la Colonia, refleja fielmente la estima en que nuestro pueblo tiene al buen pan de dulce, como también se le llama.
Las panaderías, que poco han disminuido en cantidad mucho lo han hecho en calidad. Aun en los pueblos a donde la industrialización no ha llegado envuelta en el paquete del supermercado, el pan de dulce no es el mismo de antes.
Pero no sólo ha disminuido en calidad nuestro pan, también lo ha hecho en variedad. Atrás quedaron los imaginativos nombres del pan dulce, nombres que simulaban la forma de objetos, animales o plenos de picardía.
Bolillo, telera o virote
Si un ciudadano francés, de visita en México en los tiempos modernos nos calificó de sibaritas por el simple hecho de que hombres y mujeres del pueblo hacían cola para esperar las tortillas a la hora de comer, hubiese acrecentado su apreciación si nos ve acudiendo a la panadería a la hora en que el pan está saliendo del horno. Un francés que como muchos en su país también acuden a la panadería a comprar su baguette para la cena, camino a casa cada tarde.
Pero hablemos también del pan salado, campo en el que tampoco catamos mal las rancheras. Los amantes del pan salado tenemos nuestras preferencias y hacemos lo necesario por obtenerlo aún desviándonos de nuestro camino. En la Ciudad de México, por ejemplo, prefieren el bolillo, una pieza pequeña de pan blanco con costra crocante que ideal para acompañar ciertos platos autóctonos o foráneos. En Guadalajara preferimos el virote. Pan que se elabora en dos versiones: salado o sin sal.
El salado es más crocante y es el más popular. En el siglo pasado las carnitas de cerdo encontraron un abrigo en su interior y su crujiente textura recibió el manto abrazador de la salsa de chile de árbol para crearse la torta ahogada.
En cambio el pan fleihsman (llamado así probablemente por el nombre de marca de la levadura que se emplea) es una pieza ideal para los lonches o tortas, como prefieren llamarles en la Ciudad de México. Su textura es más amable que la del pan salado pues no es crocante, es más fácil a la mordida del pan con su relleno que puede ser de lomo, pierna, jamón o panela.
Una versión de pan salado de tamaño monumental que fue muy popular desde mediados del siglo XX aún se encuentra y aún lo comemos: el virote de la Central. Este pan que tiene la característica de durar sin perder calidad, en estos tiempos se congela y dura por meses. Como es un pan que puede alcanzar el medio metro de largo, se corta en trozos que se meten al horno antes de comerlo quedando como original. Inicialmente solía venderse en la Central Camionera de Guadalajara por su versatilidad para viajar y conservarse. Algo que los viajeros requerían para alimentarse en “corridas largas”. En casa adquirimos las grandes piezas de pan salado y lo cortamos en porciones antes de congelarlo. Así contamos con buen pan durante meses.
Pan, reflejo de la creatividad mexicana
El pan ha sido motivo de fecunda expresión cultural del mexicano, quien ha creado tipos, formas, nombres y sabores, con lo cual ha enriquecido la aportación española inicial. Nuevos elementos como pulque, anís y aguamiel, granillo y ajonjolí, coco y canela, cacahuate, chocolate, piloncillo y acitrón; adornaron y dieron sabor y aroma a los panes mexicanos.
La enorme variedad de la panadería mexicana resulta de la combinación de algún tipo de masa, con cierto relleno o decorado, así como la fantasía que produce múltiples formas que pueden semejar almejas, caracoles, conchas, cochinitos, corbatas, espejos, banderillas, limas, ladrillos, orejas, rehiletes, o de la picardía que ríe inventando calvos, cacarizos, calzones, costras, borrachos, chamucos, chorreadas, gordas, maridos, huesos, pachucos, mordidas, ojos de Pancha… o de inspiración amorosa del panadero que recuerda a Adelaida, los besos, a Camelia, los corazones, las chulas, las nenas, las novias, los cuernos, las Lolas, Lupes, Magdalenas, Margaritas, Marías y las monjas… o de fidelidad y oficio que adopta reduciendo la metáfora, nombres de la misma panadería o repostería internacionales; barquillos, bísquets, biscochos, brioches, buñuelos, semas, cocadas, cocoles, choux, donas, empanadas, galletas, hojaldras, jericallas, merengues, panqués.
Nuestro país goza de una tradición, que bien podría ser la envidia de muchos otros; manifestaciones gastronómicas que nos dan identidad: el pan dulce como ejemplo. Polvorones que se deshacen en la boca; las populares conchas que en algunos barrios de la Ciudad de México las comen rellenas de frijoles refritos. Picones cubiertos con azucarada costra; espejos de hojaldre, moños azucarados y puerquitos con sabor a carbonato. Ojos de buey con su mermelada en medio y cortadillos cubiertos de betunes de colores; elegantes hojaldras mano a mano con las chilindrinas. Cemitas, que son inigualables con un vaso de leche; biscochos, besos, pequeños panqués en moldes de papel encerado. Chamucos, calzones, campechanas, trenzas, huesos, pellizcos y tantas otras variedades con nombres que desafían el ingenio mexicano.
A qué hora sales al pan
Algún turista francés se sorprendió de la costumbre mexicana de ir por las tortillas a la hora de la comida para degustarlas calientes y llamó a los mexicanos sibaritas. Tal vez le faltó conocer la costumbre de acudir a la panadería justo a la salida del pan del horno para merendar con un espumoso chocolate, café con leche o simplemente leche.
En los pueblos de México las panaderías horneaban dos veces al día; por la mañana temprano y por la tarde: antes de vísperas. Las panaderías son una gran tradición de la cultura popular urbana en pueblos y ciudades.
“Ir al pan”, como “ir a las tortillas” ha sido parte del ritual gastronómico del mexicano de las clases media y baja desde hace siglos, pues el oficio fue traído a la Nueva España por tahoneros peninsulares, se cree, desde principios del siglo XIX.
De niño, en mi pueblo, era mi obligación cotidiana ir a comprar el pan para la merienda alrededor de las 5 de la tarde. El corto trayecto a la panadería me permitía especular que piezas escogería para mi: ¿un polvorón?, una chilindrina o un par de puerquitos con sabor a piloncillo y carbonato. ¿A quién no se le antoja una concha para rellenarla con nata de leche, o una hojaldra con cajeta, o una simple corbata sopeada con un vaso de leche, o una reja con una taza de chocolate?
Sobreviviendo a la modernidad
Las panaderías de pan bueno mexicano sobreviven apenas a la despiadada competencia de supermercados que pretenden producir pan mexicano clásico sólo para ofrecer sucedáneos de pobre calidad.
Pero los mexicanos somos sibaritas en los temas de las tortillas y el pan; buscamos las buenas tortillerías y no nos importa hacer cola para esperar que salgan “calientitas” y llevarlas rápidamente a la mesa. Lo mismo sucede con el buen pan tradicional; buscamos las viejas panaderías, averiguamos a qué hora sale el pan y acudimos puntuales para llevarlo a la mesa de la merienda.
La leyenda:
Aún existe en el centro histórico de la Ciudad de México una panadería con cerca de 150 años de antigüedad “La Vasconia”, que se encuentra ubicada donde antes estuvo un convento. Diestros tahoneros (así se les llama a los obreros que hacen y hornean el pan), con toda una vida en el oficio disfrutan de su cotidiano encargo pues saben muy bien que lo que sale del horno es una delicia.
Los consumidores nos confundimos pues llamamos panaderos a quien expende o entrega el pan; antiguamente en un gran canasto de carrizo que llevaba sobre la cabeza mientras paladeaba su bicicleta.
Pero no; quien hace el pan es tahonero y quien lo expende es panadero. Esa es la tradición en el antiguo oficio de hornear.
Nuestra cultura que está llena de picardías no podía dejar de involucrar al pan nuestro de cada día. Se cuenta, que una mujer con prisa llega a la panadería y el clásico panadero gachupín al otro lado del mostrador atendía las indicaciones de los clientes. En este caso particular la mujer, dijo: “don Venancio, me da por favor una concha, una campechana y unos calzones”. Pero la mujer, al ver que salían los besos del horno, cambió de opinión y le dice: “don Venancio, mejor me quita los calzones y me da un beso”. Para sonrojar al cliente más planchado.
Nuestro añorado pan de dulce y el bien amado virote salado son ahora unos productos híbridos que han sido contaminados con panes de otras procedencias. No solo han perdido sus formas, sus románticos nombres y su calidad. Han perdido su verdadera esencia: la visita a la panadería del barrio en espera que saliera la primera horneada.
Y es que ya no hay panaderos, uno oficio que al igual que otros han desaparecido. Los supermercados y las panaderías industriales tienen ahora modernas maquinas que hacen casi todo… menos darle el sabor, la textura y el aroma de buen pan.
El autor es analista turístico y gastronómico
sibarita01@gmail.com