El aguacate aquél

Me han dejado de gustar las grandes ciudades por aquella razón, y por muchas otras. No hay espacio para árboles vetustos y generosos

Por: Federico León de la Vega

Cuando Álvaro era pequeño, tenía la piel canela y los ojos café claro. Mi delicia era pegar mi frente contra la de él y tararearle alguna tonada infantil, mientras miraba yo dentro de sus ojitos tan vivos, mientras me hacían cosquillitas sus flecos. Siempre vivaz e inclinado hacia la música, un día requirió una semilla de aguacate para hacerla germinar, como tarea de la escuela. Yo participé en este proyecto como en tantos otros en los que colaboramos los padres, sin darles demasiada importancia. Le pusimos al hueso tres palillos, para que se detuviera  apenas tocando el agua en un vaso de la casa.

El experimento resultó exitoso y a los pocos días regresó de la escuela muy ufano y me regaló la pequeña planta. La dejé en la ventana de la cocina para luego pasarla a una lata donde habían venido unos melocotones en almíbar, llenándola de tierra del jardín. Pasaron las semanas y creció una varita, llena de hojas muy verdes. Álvaro y yo la trasplantamos  a un costado de la barda que daba a la calle, a un lado de la cochera…el lugar le gustó mucho, pues  creció y creció.

En cuestión de dos años el árbol de aguacate comenzó a dar muy buena sombra y al año siguiente floreó.  Álvaro y yo nos sentimos muy satisfechos de que algo que habiendo tenido un comienzo tan chiquito nos pasara en estatura, primero a él y ahora a mí.

La cotidianeidad hizo pasar los años, imperceptible, como las cosas que aún siendo vitales no parecen ser importantes. Al convertirse en jóvenes Álvaro y sus hermanos, fue indispensable tener un segundo auto. Muy al principio se quedaba en la calle; vivíamos en Guadalupe Inn, una colonia pacífica. Sin embargo, llegó la época en que todos los autos estacionados en la calle perdían partes: faros, espejos y hasta llantas comenzaron a desaparecer. Vino entonces el enigma de dónde guardar el segundo auto, y la respuesta obvia fue: en el jardín. Había espacio, de modo que sobre el pasto colocamos dos hileras de ladrillos muy pegaditos por donde pisaran las llantas sin sacrificar demasiado verde. El  problema grave lo constituyó el acceso: imposible meter  el segundo auto sin abrir una entrada por la barda, justo a través de donde crecía nuestro gran árbol de aguacate. Lo pensé mucho, pero no quedó más remedio que cortar el aguacate.

Nunca pensé que un árbol se me quedaría en la memoria. Ahora Álvaro es un hombre crecido. Ha tomado su rumbo y ya no vive en casa. Lo extraño, como se extraña a los hijos que se quieren. Al pensar en él también extraño el aguacate aquél, el del proyecto escolar. Supongo que es un símbolo de algo que hicimos con éxito juntos. Si aún existiera podríamos visitarlo y recordar  dulces momentos de tiempos pasados. Quizá al envejecer y finalmente morir yo, pudiéramos platicar con el mismo árbol. Él de un lado de la vida y yo del otro, pero hubo que cortarlo. ¿Donde más podremos conseguir tan señorial monumento a cariño de un padre y su hijo?

Me han dejado de gustar las grandes ciudades por aquella razón, y por muchas otras. No hay espacio para árboles vetustos y generosos. Todo cambia  demasiado rápido y no hay dónde guardar los recuerdos. Perdemos identidad y relación con nuestro pasado. Los lugares de nuestro origen pierden lo que nosotros con esmero les pusimos para mejorarlos, para hacerlos más nuestros. Ahora se me antoja vivir en el campo, con amplitud. Quiero ver verde por ventanas  sin el estorbo de las bardas. Deseo tener una bodega amplia, para llenarla de todos mi triques, sin que estorben a nadie; nunca se sabe cuándo las cosas viejas volverán a ser útiles. Desde luego, quiero plantar otro aguacate, porque ya la semilla está germinando en mi cocina.