Un camello sin joroba en capri

Ilustración de Sio/ laura.tcm@hotmail.com

Por: Cristina Gutiérrez Mar                                                               

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Seguro perdí la inspiración en mi último viaje a Capri.  Tal vez olvidada en la mesa de la cafetería donde usualmente desayunaba una taza de café con licor de avellana, un croissant con mermelada de frambuesa, un hojaldre relleno con distintos tipos de quesos y, donde bebía un delicioso zumo de sol que aparecía poco a poco en el mantel.

Todo el mundo diría, ¿cómo es que perdiste la inspiración en Capri? Efectivamente, no la traía conmigo; la busqué por todas partes, incluyendo atrás de mis orejas.  Le pedí a mi mejor amigo Bartolomeo que revisara a detalle mis oídos con su gran lupa de detective, pero no encontró nada. Sólo descubrió un pequeño lunar coqueto en el hélix, al que bautizó como Bartolito, en honor a su gran hallazgo.

De igual manera desbaraté mi almohada favorita, deseosa que la luna caprichosa la hubiera guardado dentro del relleno de plumas.  Hasta fui con el brujo del pueblo, un tal Jeremías, pero salí molesta porque me dijo que un camello sin joroba me había robado la inspiración. Era lo más absurdo que yo había escuchado en toda mi vida; un camello sin joroba es ilógico.

Esa noche, hice memoria de mis miradas en la cafetería de Capri.  A lo mejor en el cambio de hora de las 11:59 AM a 12 PM, mientras yo comía un croissant con aroma a libro, pasó frente a mí un camello sin joroba y, por alguna extraña razón, no me percaté.

Mi cabeza me dolió por el esfuerzo de memoria, y me frustré al no encontrar a ningún animal de rey mago en mi mente.

Me había sentido tan desesperada porque no encontraba la inspiración, que lo ideal fue regresar a Capri, específicamente al café de la esquina.  Mi inspiración debía estar escondida en el frasquito de mantequilla, seguro titiritando de miedo y, con la angustia de que alguien más se lo llevara.

Le conté a Bartolomeo mi deseo de volver a Capri.  Él soltó la carcajada, ya que obvio Capri no estaba a la vuelta de la esquina; pero notó mi deterioro y mi cabeza tan aturdida, que no le quedó más remedio que acompañarme al viaje.

Encontramos de pura suerte dos boletos de avión muy baratos, llevamos cada quien una mochila al hombro y nos dirigimos a Capri.

Al llegar a nuestro destino, lo primero que hice fue abrazar a Bartolomeo; lo había extrañado en el vuelo porque tuvimos asientos separados. Él, como siempre, vacilaba con mi cabello y, me sonreía como si yo fuera una niña pequeña.

Nos encaminamos directamente a la cafetería de la esquina, yo no podía esperar más; mi ansiedad me fusilaba cada segundo y mi razón se encargaba de reencarnarme. Al llegar a la esquina de la tranquila calle, noté la cafetería reluciente y hermosa. Todas las mesas estaban decoradas con flores en tonos pastel, la vajilla era de cristal cortado y las tazas eran de porcelana con hilos de plata. 

En un momento de lucidez, me angustié por la decoración y la vajilla nueva. Seguro mi inspiración se había ido al basurero en un frasco de mantequilla roto. Entré corriendo buscando al dueño del lugar, pero éste también había sido reemplazado. El lugar había sido renovado en pocos meses y traspasado a otros dueños.  Como niña berrinchuda me dejé caer en la primera silla que se me apareció.  No sabía si llorar, reír o gritar; puesto que nunca tendría mi inspiración de vuelta.

Bartolomeo se agachó frente a mí para quedar a la altura de mi esencia. Siempre me había gustado su nariz y esa mirada que solamente a mí me regalaba. Su barba partida hacía juego con su voz y, sus canas, lo hacían aún más atractivo que en su juventud. Siempre tenía las palabras exactas para hacerme sentir mejor, pero en esa ocasión no dijo nada.

Sus ojos eran de un negro intenso y su porte derretía a cualquier jovencita que pasaba a su lado. Era alto, tierno y sensible; inteligente, amoroso y tenía una capacidad de asombro impresionante.  Ha sido mi mejor amigo por tantos años, pero nunca lo había mirado de otra manera hasta aquel día.

Levantó suavemente mi quijada con su mano derecha, me miró a los ojos; acarició mi cabello, se acercó a mí para oler mi nuca y observó con detenimiento a Bartolito, su lunar descubierto. Dejó escapar una ligera risa, de esas que te paralizan el cuerpo y te dejan sin aliento. Me levantó del asiento, al mismo tiempo que él también se incorporaba. Sonrió tan mágicamente como acostumbra y, con su gran porte varonil y sus brazos fuertes, me envolvió dentro de él.  Para mi sorpresa, yo embonaba perfecto en su cuerpo y, mi corazón, lo reconoció desde siempre. Mi cuerpo temblaba, mis ansias aumentaban; el calor se apoderó de mí y mis manos se colaron en su pelo.  Nos miramos un largo tiempo, reconociéndonos como dos almas que habían sido despertadas de un largo sueño; podía sentir sus manos en mi espalda y, de manera simultánea, la sangre hervía dentro de mis venas.  Me apretó más hacia él, y nuestros labios se juntaron en un apasionado beso, donde claramente se notaron las ganas acumuladas de tanto tiempo.

Un viento con aroma a chabacano apareció al instante, un camello sin joroba pasó frente a nosotros; mis sentidos se magnificaron y, la inspiración, volvió a mí más deslumbrante que nunca.

Cucus