El peso de la propia sombra

Medicina Familiar / Por. Dr. Marco Antonio Inda Caro / Médico de Familia

El bienestar compartido es el único que, al final, no tiene costo, sino recompensa.

Inspirado en hechos reales; toda similitud con la realidad es mera coincidencia.

Dedicado a mi padre, “un gran cuentista”.

Siempre ha sido difícil la vida. Desde tiempos inmemoriales, esta frase se ha pronunciado por siglos. Esta narrativa se basa en una leyenda que aún vive en la mente de quienes lograron conocer el lado sensible de un hombre cargado de pesar. Los nombres y apodos fueron cambiados para proteger la privacidad de los personajes.

La macrofalosomía o macropene es una condición física en la que un varón posee un miembro viril de grandes dimensiones. Algunos autores la relacionan con una condición genética. El crecimiento del pene y del cuerpo cesa al finalizar la adolescencia; se considera un problema cuando perjudica emocional o físicamente al hombre.

De niño, los vecinos observaban con consternada admiración que él y su hermano jugaban a las espadas sin usar las manos. Algunos contaban que hasta chispas salían cuando ambos niños hacían chocar sus enormes “tramos”.

Cuando conoció a su mujer, vio en ella un ser bajado del cielo, entre terciopelo, arpas y ángeles divinos, y se enamoró perdidamente. Matilde, como todo ser humano, se dejó cortejar. Durante los primeros años, ella le aguantaba el ritmo en cualquier rincón de la casa y a cualquier hora. Con el tiempo, empezó a quejarse de aquel grosero miembro; con cariño, le decía “Camote” por la gran comparación con el tubérculo.

Llegó un momento en que las quejas de ella superaron al regocijo, pues él le pedía encuentros amorosos tres veces al día: al despertar, al llegar a comer y antes de acostarse. Con el tiempo, la resequedad vaginal de Matilde era tan intensa que, antes de sentir placer, sentía un dolor agudo por la enorme agonía que le provocaba tan ansiosa reunión íntima. Por tal motivo, ella solicitió un celibato, lo cual él no pudo soportar.

Él no toleraba estar tanto tiempo sin ella, ya que, además de su profundo amor, la deseaba con intensidad. Buscó consejo con su padrino, el párroco de la iglesia.

—”Camote” —le decía el padre a distancia y con respeto—, tienes que entender que ella sí te quiere, pero no aguanta la sinfonía con tan morrocotudo miembro.

—Hable con ella, padrino —rogaba él—. Dígale que, aunque sea una sola vez al día… Créame, entre más viejo, es más difícil estar sin mi mujer. Yo la amo; ella ha sido la única en mi vida que ha soportado esta desgracia que traigo colgando desde mi nacimiento. Nunca pude encontrar una mujer que estuviera tanto tiempo conmigo.

A los días, llamó el párroco a Camote. Su corazón, lleno de esperanza, se estremeció con las palabras del sacerdote.

—Camote —comenzó el padre con voz serena—, he hablado con Matilde. Ella no te rechaza por dejar de quererte, sino porque solo escucha un deseo: el tuyo. Dice que en el amor, la intimidad debe ser un diálogo, no una demanda. Que cuando una parte solo pide y la otra solo se duele, el cariño se agrieta. Tu fuerza no está en lo que exiges, sino en lo que eres capaz de escuchar.

Camote guardó silencio. Por primera vez, no pensó en su propio vacío, sino en el dolor de ella. No era su cuerpo lo que sobraba, sino su egoísmo. Comprendió, demasiado tarde, que el verdadero tamaño de un hombre no se mide por lo que lleva entre las piernas, sino por la capacidad de contenerse, de respetar, de amar con los ojos del otro.

Con el tiempo, Camote aprendió a arrastrar una pena más honda que cualquier peso físico: la de haber confundido el amor con la posesión, y el deseo con el derecho. La soledad que lo acompañó el resto de sus días no era por falta de compañía, sino por la conciencia de haber perdido, por soberbia, a quien más amaba.

Y así, entre sombras, dejó una lección que la vida se encargó de tallarle a fuego: “Amar no es tomar, sino dar. No es imponer tu ritmo, sino bailar al compás de dos. El bienestar compartido es el único que, al final, no tiene costo, sino recompensa.”