El gran quemado: los muertos vivientes de la pipa de Iztapalapa
Medicina Familiar / Por: Dr. Marco Antonio Inda Caro / Médico de Familia
(Del texto del Dr. Ramón Heraldez, médico traumatólogo de Texcoco)
Cuando la abuela entregó a su nieta al policía, le quedaban algunas horas de vida. Tenía una mirada confundida, perdida; el habla disártrica, completamente obnubilada. Permaneció en un hospital de tercer nivel luchando por su vida 48 horas. Ni ella ni el policía sabían que, prácticamente, ya estaba muerta a causa de una quemadura de más del 80% de la superficie corporal. Sí, fue una tragedia de la gran metrópoli, de esas que tarde o temprano se olvidarán con el paso del tiempo. Solamente permanecerán las velas y un altar, donde algunos aprovecharán la oportunidad para dejar a la Santa Muerte, como lo hacen en la zona centro del país.
Los sobrevivientes describen la escena con palabras que tiemblan: “Sentí que el aire mismo me quemaba por dentro, como si me arrancaran la piel en segundos”, cuenta un joven que escapó con quemaduras en brazos y rostro. “Corrí sin saber a dónde, solo quería salir del infierno”.
Entre la multitud, se distinguían figuras que parecían irreales: personas caminaban envueltas en llamas ya extinguidas, con la ropa reducida a jirones carbonizados. Sus cuerpos ennegrecidos, aún en movimiento, recordaban imágenes de pesadilla: avanzaban tambaleantes como personajes de una serie de muertos vivientes, aunque cada uno cargaba el peso real del dolor humano.
Una vecina recuerda con voz quebrada: “Los vi caminar… tenían la piel colgando; el 80% de su cuerpo estaba quemado y, aun así, seguían de pie. Nadie debería presenciar algo así”. Otros testigos se apresuraron a auxiliarlos, arrojándoles agua, improvisando vendajes con mantas y gritando nombres en busca de sus familiares.
Los hospitales de la zona recibieron decenas de heridos. Varios ingresaron con quemaduras que comprometían casi toda la superficie corporal. La piel, órgano vital para mantener el equilibrio del cuerpo, se había convertido en un campo devastado. Cada traslado era una carrera contra el tiempo. Un médico de guardia lo resumió con crudeza: “Llegaban como sombras ardientes; cada minuto contaba, y aun con todos los recursos, sabíamos que muchos no resistirían”.
La tragedia no fue solo física. Familias enteras se separaron en segundos, algunas sin volver a reunirse. Una madre, con vendas que cubrían la mayor parte de su piel, preguntaba una y otra vez por su hija pequeña: “¿Dónde está? Yo la cargaba… la tenía conmigo”. Su voz se apagaba en la sala de emergencias, mientras los paramédicos luchaban por estabilizarla.
El suceso expuso no solo la vulnerabilidad de quienes transitaban aquel día, sino también las fallas estructurales en la supervisión del transporte de sustancias peligrosas. La explosión fue consecuencia de un sistema que descuida la seguridad, y las víctimas se convirtieron en testigos involuntarios del precio de la negligencia.
Hoy, a semanas de la tragedia, el recuerdo sigue vivo en los pasillos hospitalarios y en las calles marcadas por el fuego. Los sobrevivientes cargan cicatrices visibles e invisibles. Los testigos hablan de figuras que parecían salidas de un apocalipsis televisivo, pero eran vecinos, trabajadores, madres y estudiantes. No eran personajes de ficción: eran vidas reales que ardieron en segundos por un error prevenible.
La memoria colectiva tiene la obligación de dar voz a quienes caminaron entre las llamas. Porque contar su dolor es también exigir que nunca más una comunidad se vea obligada a revivir escenas de horror en “carne viva”.