Día de Muertos: de ritual prehispánico a fenómeno cultural global
Por: Ángel Reyes
El Día de Muertos es, sin duda, una de las tradiciones más emblemáticas y queridas de México. Más que un culto a la muerte, es una celebración de la vida a través del recuerdo, una oportunidad para abrir las puertas del hogar —y del corazón— a quienes ya partieron, recibiéndolos con aquello que más disfrutaron en vida.
En cada altar, la memoria se hace tangible: el papel picado que ondea como un suspiro, las flores de cempasúchil que iluminan el camino de regreso y el incienso que tiende un puente invisible entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Las frutas, el pan, la sal y el agua completan la ofrenda, junto a los platillos favoritos del difunto y el infaltable Pan de Muerto, símbolo de la renovación y el eterno ciclo de la existencia.
Aunque los preparativos comienzan desde el 28 de octubre, las fechas centrales son el 1 de noviembre, dedicado a los niños y almas inocentes, y el 2 de noviembre, día de los adultos. Cada altar, de dos o más niveles, refleja no solo la devoción familiar, sino también el talento y la creatividad del pueblo mexicano, que ha convertido esta tradición en una expresión artística efímera y profundamente emocional.
De lo ancestral a lo global
La UNESCO reconoció esta celebración como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, un título que ha potenciado su difusión internacional. Sin embargo, su creciente popularidad ha transformado la antigua ceremonia íntima en un fenómeno cultural y turístico de alcance global. Festivales, desfiles y catrinas monumentales —como la de Puerto Vallarta, que recientemente obtuvo un Récord Guinness— son hoy parte del nuevo rostro del Día de Muertos, que mezcla devoción, arte y espectáculo.
Raíces prehispánicas
Honrar a los muertos es una práctica milenaria que trasciende culturas. En Mesoamérica, los pueblos originarios realizaban rituales para guiar el alma hacia su destino final. Según el investigador Patrick Johansson (UNAM), estas ceremonias ayudaban a aceptar el duelo como parte natural de la vida.
Los mexicas creían en distintos destinos para las almas: el Mictlán, morada de Mictlantecuhtli, Señor de la Muerte; el Tlalocan, para quienes morían ligados al agua; el Tonatiuhichan, casa del sol; y el Cincalco, reino del maíz. Para llegar al Mictlán, el alma debía cruzar un río con la ayuda de un perro pardo, símbolo de lealtad y tránsito entre mundos.
Influencia europea
La versión moderna del Día de Muertos también tiene raíces católicas. La doctora Elsa Malvido (INAH) señala que la festividad deriva de las costumbres medievales europeas asociadas a la Fiesta de Todos los Santos, instaurada en el siglo X por el abad de Cluny, en Francia.
Durante esas conmemoraciones, los fieles colocaban altares con reliquias, frutas y panes bendecidos, prácticas que fueron adaptadas por los pueblos indígenas de América y mezcladas con sus propios símbolos y cosmovisiones. Así nació la fusión cultural que hoy da identidad a México.
Con el tiempo, los cementerios se convirtieron en espacios de encuentro y memoria, donde las familias adornaban las tumbas y velaban a sus seres queridos, tradición que permanece viva en muchas comunidades del país.
Entre lo sagrado y lo comercial
En la actualidad, el Día de Muertos se mueve entre lo espiritual y lo mediático. Mientras algunos mantienen la esencia íntima de la tradición, otros la celebran con desfiles, concursos y maquillajes inspirados en La Catrina Garbancera, creada por José Guadalupe Posada y popularizada por Diego Rivera.
Más allá de las luces, las cámaras y los festivales, el Día de Muertos conserva su esencia: un acto de amor, memoria y gratitud. Porque, como dicen los viejos, mientras los recordemos, nuestros muertos nunca mueren del todo.

