Beneficios privados, impactos colectivos

La Ciudad Imaginada/ Dr. José́ Alfonso Baños Francia

Los negocios inmobiliarios son puestos en marcha desde la perspectiva del inversionista individual y no en función de su beneficio colectivo.

La acumulación del capital económico ha sido el principal objetivo de las sociedades occidentales, al menos en los últimos doscientos años. Este proceso se ha ido modelando gradualmente hasta llegar a nuestros días con altos niveles de especialización e impacto para las comunidades y la naturaleza.

La producción en serie como resultado de la Revolución Industrial aceleró el poderío de la clase empresarial en detrimento de los Estados y sus operarios (los gobernantes), quienes fueron cediendo el poder y la capacidad de gestión a los intereses hegemónicos, bajo el mito de que la modernización y el desarrollo económico significarían la prosperidad tan ansiada.

Una de las formas más rentables de acumulación se vincula a la tierra que se transforma en suelo para albergar actividades y necesidades humanas. La introducción de los servicios e infraestructuras requeridas suele estar financiada con recursos públicos por el alto costo que implica para los inversionistas privados y, contradictoriamente son estos últimos quienes aprovechan para su beneficio la plusvalía alcanzada.

Así́, los negocios inmobiliarios son puestos en marcha desde la perspectiva del inversionista individual y no en función de su beneficio colectivo. Dicha práctica requiere inhibir y aplazar cualquier intento por disponer de instrumentos de ordenamiento o planeación urbana con visión comunitaria que limite los mecanismos de transferencia (o expoliación) y contribuya a resolver las externalidades estructurales del mercado de suelo.

La especulación inmobiliaria debería ser regulada con eficacia, toda vez que la Constitución nacional subraya la naturaleza social del suelo urbano para ser empleado como valor de “uso” evitando su comercialización como cualquier otro producto. Sin embargo, la constante aplicación discrecional de las leyes y normas provoca que grupos privilegiados de particulares se apropien del valor agregado por la colectividad en el tiempo. De hecho, la inversión de capital en México ha privilegiado históricamente al mercado inmobiliario por encima de la inversión en el sector productivo, con los consecuentes efectos en la innovación de dicho sector.

Esta tendencia por “vivir de las rentas” la heredamos del régimen colonial español, inscribiéndose en el imaginario nacional gracias al eficaz entrenamiento recibido por centurias. Por ello, resulta tan “normal” perseguir esta aspiración de vida.

Al observar las prácticas inmobiliarias en Puerto Vallarta, comprobamos que las formas extractivas de “hacer ciudad” están enraizadas en la mentalidad pata-salada, por eso cuesta mucho trabajo que la clase en el poder busque otras modalidades más sostenibles, al no alcanzar a visualizar los caminos alternativos que también son rentables.

Cuando los beneficios de la urbanización son capturados por el capital privado y los impactos socializados (es decir, pagados con financiamiento público), la fórmula no podrá́ sostenerse en el tiempo e implicará la ruptura en el equilibrio de cualquier ecosistema urbano. Nuestra comunidad va tarde a su cita con la sostenibilidad urbana. Ojalá que los efectos del modelo depredador que prevalece, evidenciados durante la actual pandemia, nos permita encontrar otras formas de gestionar la vida en nuestro Puerto Vallarta.