El manducar llevado al arte
Por: Diletante
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“Cierta secta sostiene que la carta del menú no debe concluir en el postre ni en el café y ni siquiera en el licor digestivo, tampoco en el tabaco pousse café. Sostiene que los buenos albergues y restaurantes, y, desde luego, las casas que se atreven a convidar huéspedes, han de contar con instalaciones apropiadas para que los invitados puedan celebrar ahí, el manso ritual que, según ellos, ha de coronar todo banquete digno de su nombre. Me refiero por supuesto a la siesta”.
La reflexión anterior, escrita por Adolfo Castañón en su libro “Grano de sal”, (Ed. Planeta 2,000) me ha hecho recordar que esa deliciosa práctica está viva y activa, o más bien dulce y pasiva, en el seno familiar. En mi familia se ha acostumbrado la siesta por siempre, y durante los viajes es uno de los esperados deleites después de la comida. La siesta desde luego es una institución que debe seguir a la comida de medio día.
El placer del reposo.
Siestas, las hay de varios tipos, desde la fugaz que no requiere de una cama, hasta la que practican algunos vestidos con pijama. Mi padre solía hacer su siesta después de la comida y para el efecto desde un poco antes mi madre disponía que su recamara fuese oscurecida cerrando ventanas y postigos. Aún cuando la consabida reclusión no duraba más de quince o veinte minutos, los chiquillos teníamos que guardar el más absoluto silencio, so pena de regaños o abstinencia de caramelos. Para rehuir a los cosquilleos de hacer travesuras, todos, hermanas y hermanos huíamos hacía el patio trasero de casa a corretear gallinas o trepar bardas, tejados o naranjo limos, en ruidosa protesta por lo que considerábamos un mal gusto para perder el tiempo.
En mi vida adulta, sin saber a ciencia cierta cuándo ni cómo, recaí en la reconfortante costumbre de hacer siesta después de la comida, así fuese, como siempre suele ser, más corta de lo que uno quisiera.
Para mi buena suerte, al casarme, mi esposa también traía en su bagaje el cómodo hábito, de manera que coincidiendo en el mismo, jamás hubo desavenencia alguna sobre ese pecadillo que no llega a ser pecado ni de pereza y menos de lujuria, si se hace en pareja. Es en todo caso una extensión de la gula, sí es que la comida alcanzó ese nivel de saciedad y hartazgo.
Inconvenientes.
La siesta tiene en ocasiones, algunos inconvenientes, tal es el caso de aquellos que la hacen estruendosa por decir lo menos. Los ronquidos suelen alejar hasta a los mosquitos decía mi abuela, y con ello no había necesidad de amenazar a los vástagos, ellos mismos huían graciosamente ante la inminente hora de su siesta.
Como la siesta no es común en estos tiempos ni lo ha sido en todas las familias, su aparición causa a veces estupor y hasta horror en algunos niños convidados a las casas donde esto es una costumbre. “Hay una vaca en la recamara…”, salió gritando un amiguito de mis hijos, cuando imaginó que un bovino se había colado hasta el fondo de la casa. Nada, era solo la abuela que dormía su siesta.
La siesta en el pueblo.
En Teuchitlán un añoso pueblo no lejos de Guadalajara, la familia poseía una vieja casa, misma que visitábamos algunos fines de semana. Como en muchos pueblos atrasados, las actividades para los visitantes eran mínimas así que todo mundo se acostaba al oscurecer y se levantaba al amanecer; se aprestaba a un buen almuerzo típico, que incluía leche recién ordeñada, chilaquiles, queso, jocoque y tortillas calientes. Para apaciguar la panza nos obligaba a caminar o a cabalgar a las haciendas vecinas. Al regreso, cansados, era la costumbre “Dormir la siesta del perro”, una ligera modorra antes de la botana, el tequilita y seguido de la comida. En esos casos ya no había siesta posterior.
Siesta en la ciudad.
Cuando residimos en la ciudad de México, ciudad que poco permite estos lujos, era el domingo el día que religiosamente se regresaba a esta costumbre. Después de la comida el comentario obligado, conocido y temido por nuestros hijos era: “Después de una buena comilitona… una buena dormilona”. En nuestra casa en la capital no había patios ni corrales, cuando mucho un segundo piso donde se ubicaban las recamaras. Ante las advertencias de la madre, los niños, nuestros hijos tenían que constreñirse al espacio y permanecer mudos y quietos mientras los padres hacían su siesta. “Era horrible”, solía quejarse mi hija mayor que a la sazón, ahora que es adulta y madre, a continuado con la reconfortante costumbre, previo desde luego a la bendita frase admonitoria.
El trabajo en las ciudades hace casi imposible el acudir a casa al medio día para comer con la familia, así que había que hacerlo en algún restaurante o comedor de oficina. Siendo funcionario de una empresa privada, regresando de comer y apostándome en mi sillón de alto respaldo y descansa brazos, por el interfón instruía a mi secretaria que no quería se me molestara mientras revisaba los “estados financieros”. Lo cierto es que escondida la cara entre las páginas de una revista permanecía en “duerme vela” por unos instantes que me devolvían la lucidez después de una pesada comida. La consabida mini siesta a escondidillas que ahora estoy seguro, no lo era tanto para mi prudente secretaria.
Pregunta obligada.
Opino que los tomadores de censos y recopiladores oficiales incluyan la pregunta sobre quienes suelen tomar siesta después de comer. Así el país podría tener información exacta sobre las horas pico y los minutos muertos en la vida económica de sus habitantes.
También creo que los médicos debieran incluir la pregunta en los interrogatorios a sus pacientes, pues es sabido que el hábito de la siesta incide en la salud y en la longevidad de las personas. No en balde mi abuela murió sana a los 100 años y mi padre, el muerto más joven de la generación anterior a la mía, de 89 años de edad.
Resquicios de la siesta.
Es una lástima que la vida moderna con sus exigencias basadas en el consumismo y la carrera por alcanzar logros económicos, esté acabando con el tranquilizante hábito de hacer siesta. De seguro que muchos adultos jóvenes, de las nuevas generaciones ignoran el tema por completo. No tienen tiempo para ello.
Hace tiempo hice un viaje a las playas al sur de Manzanillo y visité un antiguo restaurante a la orilla del mar, famoso por sus langostinos, el nombre del mismo es evocador: “Las hamacas del mayor”.
Ciertamente, a la entrada del lugar en un espacio destinado para ello hay instaladas una serie de hamacas para ser usadas por los clientes que después de comer desean hacer una ligera siesta. Muchos lo hacen, aunque yo soy de los que creen que la siesta debe ser algo que se hace en privado y no a la vista de testigos.
De igual manera, en Acapulco es famoso un restaurante de playa o palapa que desde hace muchos años está ubicado en Barra Vieja, por el rumbo del aeropuerto. Es conocido como el Restaurante del “Viejo Godoy”, propietario del mismo y famoso por su pescado a las brazas y las gorditas que ahí preparan. En una palapa especial, sobre piso de arena, se ubican decenas de hamacas en espera de somnolientos comensales que así reposan antes de emprender el regreso a la ciudad.
Costumbres pues que se resisten a desaparecer ante un mundo moderno donde el tiempo es cada vez más escaso y al parecer menos valioso. En todo caso ¿Quién no ha espiado el sueño de su vecino ante la pantalla de cine o de televisión o la modorra en Internet?
Estoy de acuerdo con Don Adolfo Castañón y su tesis. Creo que en alguna época durante el Imperio Romano, ésta se practicaba. Aunque encuentro como poco probable que al invitar a casa y después de una espléndida comida, de los quesos, del dulce y los digestivos, alguien pudiera indicar a sus invitados a “Pasar a dormir la siesta” a los aposentos contiguos. Creo que ni mi amigo Nacho Cadena se atrevería.